Afirmada en columnas y molduras que le confieren matices neogóticos, neorrománicos y germánicos, la iglesia Santa Felicitas emerge esbelta de la plaza Colombia, en el corazón de Barracas. Es la cara visible del complejo que Carlos Guerrero y su esposa levantaron en 1876 para recordar a su hija Felicitas. Según el poeta Carlos Guido Spano, la joven —asesinada 4 años antes por Enrique Ocampo, el aristocrático pretendiente al que no amaba— era "la mujer más hermosa de la República".
Los Guerrero no se fijaron en gastos. El templo fue decorado con mosaicos españoles, vitrales franceses, altares de mampostería policromada, arañas con caireles de cristal, un reloj inglés con carillón y hasta un órgano de Alemania, con 783 tubos. Detrás de los enormes muros quedó oculta la capilla familiar de 1830. La obra mayor también condenó al olvido a instalaciones de gran valor histórico y arquitectónico, superpuestas con los pasillos y salones del Instituto de Lourdes y Santa Felicitas. Los propietarios originales habían donado el complejo a los sacerdotes lourdistas de Francia, para que hicieran obras de beneficencia y construyeran más instalaciones para el culto.
Así surgió la Iglesia escondida, una joya de estilo neogótico, imposible de detectar desde la entrada al Instituto o por el frente del templo principal. Desde 1893, permanece semioculta en el primer piso del colegio. La luz del exterior sólo llega por los 24 vitrales traídos de Bordeaux (Francia), que ilustran distintos pasajes bíblicos. Las cinco piezas del ábside lucen deteriorados, a causa de su ubicación desfavorable. Son los más expuestos a los vientos del sur y los ruidos del tránsito continuo de la calle Brandsen.
En realidad, el templo nunca funcionó como tal. Un proyector a manivela y carbón es el testimonio del uso del lugar para exhibir películas con temática religiosa. Hoy en día, la nave sin bancos ni púlpito suele adaptarse como salón de actos de la escuela. Sólo interrumpe el vacío de la sala un maniquí vestido con la réplica de un traje que Felicitas lucía en las tertulias de 1865.
Abajo, desde el Patio del Salvador, algunos alumnos alzan la vista para espiar los vitrales de colores fuertes, como procurando descifrar el halo de misterio que rodea a la iglesia escondida.
Una escalera conduce a otro ámbito a salvo de sonidos destemplados. Los túneles ocultos de Santa Felicitas cobijan reliquias que reconstruyen los pasos de los inmigrantes de fines del siglo XIX. Una parte de los cimientos del barrio, la ciudad y el país. El sepia y el blanco y negro de las fotos se confunden con los colores gastados de documentos, utensilios, baldosas y baúles de cuero, madera y latón. Aquí resurge el barrio que crecía de la mano de talleres y fábricas en actividad. Los trabajadores se acercaban al Comedor Obrero que desde 1893 funcionaba en el sector semienterrado del Santa Felicitas. El lugar solía llenarse a fin de mes, cuando los bolsillos flaqueaban y, por 20 centavos, convenía almorzar guiso, sopa y pan preparados por las monjas.
En esa época de multitudes y esplendor industrial, los socialistas, anarquistas y justicialistas empezaron a dirimir diferencias a las trompadas y forzaron el cierre del comedor en 1947. El lugar recobró su atmósfera calma y mutó en lavandería un año después. Desde la década del '70 volvió a sumergirse en los silencios profundos que envolvían a los Guerrero después de la tragedia de su hija Felicitas. El epílogo de un amor no correspondido.
Info: Secretos y Misterios de Barracas. Clarin.com
Los Guerrero no se fijaron en gastos. El templo fue decorado con mosaicos españoles, vitrales franceses, altares de mampostería policromada, arañas con caireles de cristal, un reloj inglés con carillón y hasta un órgano de Alemania, con 783 tubos. Detrás de los enormes muros quedó oculta la capilla familiar de 1830. La obra mayor también condenó al olvido a instalaciones de gran valor histórico y arquitectónico, superpuestas con los pasillos y salones del Instituto de Lourdes y Santa Felicitas. Los propietarios originales habían donado el complejo a los sacerdotes lourdistas de Francia, para que hicieran obras de beneficencia y construyeran más instalaciones para el culto.
Así surgió la Iglesia escondida, una joya de estilo neogótico, imposible de detectar desde la entrada al Instituto o por el frente del templo principal. Desde 1893, permanece semioculta en el primer piso del colegio. La luz del exterior sólo llega por los 24 vitrales traídos de Bordeaux (Francia), que ilustran distintos pasajes bíblicos. Las cinco piezas del ábside lucen deteriorados, a causa de su ubicación desfavorable. Son los más expuestos a los vientos del sur y los ruidos del tránsito continuo de la calle Brandsen.
En realidad, el templo nunca funcionó como tal. Un proyector a manivela y carbón es el testimonio del uso del lugar para exhibir películas con temática religiosa. Hoy en día, la nave sin bancos ni púlpito suele adaptarse como salón de actos de la escuela. Sólo interrumpe el vacío de la sala un maniquí vestido con la réplica de un traje que Felicitas lucía en las tertulias de 1865.
Abajo, desde el Patio del Salvador, algunos alumnos alzan la vista para espiar los vitrales de colores fuertes, como procurando descifrar el halo de misterio que rodea a la iglesia escondida.
Una escalera conduce a otro ámbito a salvo de sonidos destemplados. Los túneles ocultos de Santa Felicitas cobijan reliquias que reconstruyen los pasos de los inmigrantes de fines del siglo XIX. Una parte de los cimientos del barrio, la ciudad y el país. El sepia y el blanco y negro de las fotos se confunden con los colores gastados de documentos, utensilios, baldosas y baúles de cuero, madera y latón. Aquí resurge el barrio que crecía de la mano de talleres y fábricas en actividad. Los trabajadores se acercaban al Comedor Obrero que desde 1893 funcionaba en el sector semienterrado del Santa Felicitas. El lugar solía llenarse a fin de mes, cuando los bolsillos flaqueaban y, por 20 centavos, convenía almorzar guiso, sopa y pan preparados por las monjas.
En esa época de multitudes y esplendor industrial, los socialistas, anarquistas y justicialistas empezaron a dirimir diferencias a las trompadas y forzaron el cierre del comedor en 1947. El lugar recobró su atmósfera calma y mutó en lavandería un año después. Desde la década del '70 volvió a sumergirse en los silencios profundos que envolvían a los Guerrero después de la tragedia de su hija Felicitas. El epílogo de un amor no correspondido.
Info: Secretos y Misterios de Barracas. Clarin.com